lunes, septiembre 25, 2006

La breve eternidad

El modo de ver el orgasmo ha variado a lo largo de los siglos, al igual que la percepción de la sexualidad y su papel en el desarrollo de la cultura, esa que nos hace ser como somos, con gustos tan variados como las posibilidades y opciones para alcanzar el clímax sexual. El placer, el deseo de integrarte con los otros a través del disfrute de tu cuerpo, es una búsqueda constante que nos hace inventar, buscar, transgredir, abrir puertas y transformar al mundo a través de los espasmos de cada uno de los orgasmos que tendremos en la vida. Sin más preámbulos, te invitamos a sentir el siguiente reportaje.

Por Fernando Mino

¿Nunca te has echado un regaderazo de agua fría en un baño de vapor? Es lo más cercano a una definición del orgasmo... Bueno, no todo el baño, nomás la primera sensación, cuando te metes de golpe al chorro de agua. Un escalofrío te sube de los pies hasta el rostro, mientras la respiración se entrecorta por los espasmos que sacuden el vientre y la caja torácica, en una rara mezcla de cosquilleos y escalofríos producto de la alteración de la temperatura corporal. Tal metáfora no se opone a la etimología griega, orgué, que significa "agitación interior que enciende el ánimo".

Lo que no tiene ninguna relación con el baño de agua fría es la tibieza de la piel de quien te acompaña... si es que estás con alguien, pues tampoco se trata de hacer menos a la bendita "chaqueta". Por supuesto, y creo que todo chavo estará de acuerdo, el mejor entrenamiento en materia de orgasmos se da en solitario, y si no, que esconda la mano quien no se haya "corrido" por primera vez por obra y gracia de la masturbación.

No todos los orgasmos son iguales, los hay de muchos tipos, colores y sabores, variaditos: largos y cortos (dentro de su brevedad, claro), intensos y efímeros, precipitados y lentamente saboreados, explosivos e imperceptibles, románticos y egoístas, seguros y peligrosos... Catárticos todos.

Al iniciar la vida sexual el orgasmo es una obsesión, es poner en práctica lo que la "teoría" --pláticas entre cuates, películas porno, televisión y demás-- nos vende como el único objetivo del sexo. Muchos chavitos de secundaria, en estos tiempos en que todos se miran sus penes sin escarnio o temor de ser tachado de "maricones", realizan competencias para ver quién eyacula más rápido y más lejos; el orgasmo desbocado es bonus de la gloria para el ganador. Ya entre veinteañeros, el fantasma de la eyaculación precoz amenaza, sobre todo desde que a las mujeres les entró la mala costumbre de querer tener múltiples orgasmos.


La caja de Pandora

La irrupción de la mujer como ser autosuficiente, libre y con pleno conocimiento de su cuerpo es uno de los grandes cambios de la segunda mitad del siglo XX. El disfrute de la sexualidad femenina es un derecho ganado a pulso, arrebatado a la dictadura patriarcal que usurpó por siglos los orgasmos femeninos, condenando cualquier expresión de su existencia. El siglo XIX y su cientificismo dio a los encuentros sexuales una función eminentemente reproductiva, lo cual volvió innecesario el orgasmo. Si en la antigüedad el pensamiento común daba un gran valor al placer sexual, por su estrecha relación con el concepto de vida, el pensamiento conservador asignó roles a los sexos y, por ende, hizo del placer un asunto exclusivamente masculino.

Aún quedan resabios culturales que impiden a muchas mujeres pedir algún tipo de estimulación que les facilite alcanzar un orgasmo, por temor a "balconearse" sobre las experiencias previas, prejuicio parecido a no atreverse a exigir condón sólo para no parecer que se han tenido múltiples parejas sexuales.

Las mujeres, dichosas ellas y sus múltiples orgasmos, hacen de cada roce y caricia --el mentado preámbulo, tan rico como poco valorado-- parte del placer de la experiencia sexual: un todo que no culmina con el orgasmo, elemento que se vuelve uno más entre muchos. Por su parte, numerosos hombres todavía están sujetos a la dictadura del pene: toda sensación posible se concentra en el miembro y la penetración es la única manera de alcanzar el clímax; especie, ya verán, que poco a poco se irá extinguiendo.

El clítoris, discreto y sensible pedacito de carne perdido entre pliegues, se ha vuelto el centro de atención, el pase mágico al camino de los orgasmos femeninos, esa fiesta de contracciones que contagia, y puede ser más gratificante para el hombre que la misma eyaculación, digo, de lo que se trata es de compartir el placer.

Mientras que los hombres sólo pueden alcanzar un orgasmo y esperar para una nueva erección (periodo de resolución, le llaman en los textos médicos), las mujeres pueden prolongar la actividad más tiempo y alcanzar varios orgasmos seguidos. Este desfase en la respuesta sexual puede verse como un excelente pretexto para hacer diverso el encuentro, con la imaginación como único límite. Cada parte del cuerpo es un instrumento potencial que puede relevar con excelentes resultados al pene cuando la naturaleza masculina traiciona y aún quedan orgasmos por descubrir.


"Quedar orgasmeada"

A Jimena, el primer orgasmo le llegó en su tercer coito. "Las primeras dos ocasiones fue bien difícil, pues me dolía cuando me penetraba mi novio. Yo tenía 15 años y él 17. Después de la primera vez pensé: 'así que ya tuve un orgasmo... no es la gran cosa', pero luego, cuando ya hubo más confianza entre los dos y lo alcancé de verdad, supe que ahí estaba el chiste del sexo. No sé cómo explicarte; estaba sudando y de repente sentí caliente todo el cuerpo y una ansiedad, una tensión, que luego se transformó en una sensación como de romperme en pedacitos. Luego vino una somnolencia muy rica, eso que llamo quedar orgasmeada."

El orgasmo nos devuelve al instinto primario, a la búsqueda del placer como sensación individual. Pero, ¿y el otro? "Antes de eyacular siento que nada existe, nada más yo y las nalgas que estoy apretando", cuenta Omar. El orgasmo es egoísta, pues corta por un momento el nexo con la realidad. Según Nadia, "es el nirvana", espacio extático, bienestar absoluto, donde lo único que existe es uno mismo; "es borrarme de la realidad, cerrar los ojos, concentrarme en el calor que me sube por dentro, sentir cómo se me desborda y me provoca una risa incontenible.

Aunque, claro, hay una distinción entre el orgasmo producto del sexo casual y el que surge de una relación romántica. "Es más chido cuando lo haces con alguien a quien quieres, porque te da más confianza, por eso de las miraditas y las caricias", según Jimena. "Siempre es rico un orgasmo, te libera de una necesidad, pero es más placentero cuando conoces bien a la persona con quien lo haces, ¿no?", señala Armando, y acota: "a veces es bien excitante coger de rápido con un chavo a la salida del antro, pero también se antoja algo con más calma, más íntimo, más de conocerse".

Tras el orgasmo viene la calma, la resurrección después de la pequeña muerte, el regreso del nirvana, del egoísmo pleno a la compenetración con quien participó contigo de la aventura. "Cuando abro los ojos después de terminar y miró a quien está acostado junto a mí, me siento a gusto, como que hay algo que nos ha unido, aunque ya no vuelva a verlo", dice Nadia.

La intensidad de un orgasmo varía mucho, según un montón de factores fisiológicos y subjetivos: grado de excitación, duración de la estimulación o el jugueteo previo, el cansancio, las preocupaciones, el humor. "Hay veces en que es nomás un cosquilleo concentrado en el vientre, pero hay otras en que es toda una explosión que sacude el cuerpo entero", comenta Nadia. Para Omar, "coger es sinónimo de orgasmo, pero hay veces en que se sienten más profundos, como que se te vacían los huevos; mientras que otras apenas te escurre un chorrito de semen, sin fuerza, y la sensación es de desahogo, pero nada más".

Orgasmo protegido, orgasmo intensificado

Neta que sí. La mejor garantía de placer es la que surge de la protección. No sólo no aminora la intensidad del orgasmo, por el contrario, un condón es un punto a favor. "Orgasmos al máximo garantizados, así deberían decir en el empaque", comenta Jimena, "al menos a mí me ha ido mejor, porque ellos se tardan más en eyacular, lo que me da más tiempo para 'correrme' a gusto. Nadia complementa: "ya no es sólo que duren más, lo importante es que te dan la confianza de que no habrá sorpresas: embarazos o infecciones. Eso, créelo, hace la diferencia, porque te relaja y permite gozar ." "Cómo no, te vienes más a gusto, no hay temor al VIH/sida, y por ello las sensaciones están a flor de piel; te concentras en pasarla bien y eso hace que se sienta más chido", recomienda Armando.
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Tomado de Letra S. Noviembre 4 de 2004

sábado, septiembre 09, 2006

Sexo e iglesia. Dualismo helenista, Pablo, Agustín y la ruleta rusa

El siempre inquietante tema del sexo, y más su relación con la Iglesia, no pierde vigencia. Al contrario, cada vez crecen en el mundo los escenarios para su apreciación crítica, en oposición a posturas conservadoras. Este ensayo así lo confirma.


Por David Kapkin


La iglesia católica ha mantenido oficialmente sus posiciones frente al sexo casi invariables hasta el día de hoy. Son casi las mismas que se podrían encontrar en los escritos de San Agustín, las cartas de San Pablo y hasta en documentos del judaísmo hasídico, tanto rabínicos como apocalípticos.
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Y precisamente, dado el agudo cambio de mentalidad en las sociedades modernas, en este punto muchos católicos de buena fe están siendo sometidos a un inmenso desfase.
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Estoy seguro que una porción creciente del clero joven y no tan joven al enfrentar este problema en el foro de la conciencia de los fieles y hasta en el propio foro de conciencia, o ya ha podido forjar una opinión propia al margen de las posiciones oficiales del magisterio eclesiástico o, por lo menos, se hace el de la “oreja mocha” y permite o hasta anima a la gente para que se deje guiar por los criterios que se le inculcan desde fuera de la iglesia católica y hasta en evidente contradicción con ella.
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En mi comentario de la primera carta de San Pablo a los corintios, publicado hace tres años, intenté situar en el horizonte temporal y cultural del apóstol Pablo la forma tan rigurosa como se expresa acerca de temas como el sexo en general, pero también el matrimonio, el divorcio, y el propio celibato. Como la primera edición de mi comentario se agotó totalmente, próximamente se publicará una segunda. A ella remito a los lectores interesados en estos temas.
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Por ahora me voy a permitir presentar aquí algunos párrafos particularmente significativos de mi comentario. El Apóstol al estigmatizar la prostitución y, en general, todo lo que para él significa o implica aberración sexual, deja ver su posición profunda ante la realidad del sexo. “Con la rigidez con que Pablo considera el tema del sexo, la cual por lo menos teóricamente se ha mantenido en la doctrina y comportamiento oficial de la iglesia católica durante toda su historia, contrasta ciertamente la forma como este tema es mirado ampliamente en las que podríamos con justicia llamar sociedades poscristianas.
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El mundo occidental, marcado históricamente por la evangelización católica, aun en los países que adoptaron total o parcialmente la reforma protestante, ha entrado en una manera no solamente de vivir sino de pensar y valorar la realidad, que podría denominarse neopaganismo.
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Pero no solamente, pues, las conductas normales de los pueblos antes ampliamente católicos o evangélicos revelan una inmensa descomplicación en las manifestaciones del sexo tanto íntimas como públicas, sino también las mismas consideraciones teóricas basadas en la investigación científica o en la filosofía de la vida muestran una que podríamos llamar apertura absoluta ante las más diferentes posibilidades y antojos sexuales de los seres humanos.
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Con otras palabras, en el mundo occidental en teoría la frontera entre lo llamado bueno y lo llamado malo dentro del campo sexual ya no está decidida por el carácter propio o índole interna o externa de los usos del sexo, sino casi exclusivamente por las consecuencias que traiga consigo para los que lo practican.
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Además, como es obvio, nuestra sensibilidad contemporánea se ha vuelto supremamente susceptible al reconocimiento absoluto de la libertad y responsabilidad con que el sexo debe ejercerse, con lo cual toda violencia, coacción, amenaza, o abuso sobre todo a niños, quedan de inmediato estigmatizados y son castigados muy severamente por las leyes civiles.
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No es extraño, por tanto, que las prácticas que se han vuelto corrientes y las ideas mismas, sustentadas a menudo con base en la investigación científica positiva y la psicología, y presentadas en materias del currículo educativo (por ejemplo: Comportamiento y Salud) y por los medios de comunicación, hayan ejercido una inmensa influencia sobre todo en la gente joven que es la que ha estado expuesta más profusa y profundamente a ella. Esto naturalmente ha tenido que reflejarse en las prácticas mismas de la iglesia.
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Por ejemplo, mucha gente joven de hoy ya no acostumbra tratar el tema de la sexualidad dentro del sacramento de la penitencia o reconciliación, no ciertamente porque no tengan “materia” de acuerdo con las normas oficiales, sino porque ya piensan el sexo de una manera casi completamente neutra, distinta de cómo se hacía solamente unas décadas atrás.
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Esta situación constituye evidentemente un gran reto para la iglesia católica y yo diría para el propio cristianismo, ya que la rigidez en el tratamiento del tema sexual, tal como lo preconiza el Apóstol, no es algo que ninguna confesión cristiana pueda ignorar y que ningún pensador cristiano o pastor de almas pueda simplemente soslayar o desdeñar.
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El tema es de una gran urgencia. Es claro que no se puede afrontar simplemente haciendo esguinces y distinguiendo, como se hace en buena parte del clero católico que conozco, entre lo que oficialmente en público se sostiene y lo que en privado, sobre todo en el ámbito de la confesión o la dirección espiritual, en voz baja se dice o, más bien, se susurra o musita.
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No soy la persona capaz de dilucidar lo mucho y lo valioso que hoy están logrando las ciencias y pronunciarse al respecto con exactitud y precisión. Sin embargo me asiste la confianza de que en todo ello hay evidentes logros que el hombre ha conseguido mediante el empleo de los dones naturales de la creación.
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Por ello sabiendo muy bien que por una opción metodológica indispensable los resultados de las ciencias solamente alcanzan a considerar lo humano en el contexto del “cómo” de su realidad, ya que esto es lo accesible a las ciencias, quedando, entonces, libre y prácticamente vacío el espacio en el cual debe instituirse una reflexión sobre el “porqué” de esa misma realidad, como lo reclama inexorablemente nuestra propia constitución existencial, estoy convencido de que no simplemente lo conseguido por las ciencias positivas explica y mucho menos agota la íntima verdad del hombre y del mundo. Se requiere un paso más allá para hacer justicia a la profundidad de la realidad.
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Una posición semejante a ésta no es propia y exclusiva de teólogos o investigadores de lo religioso, sino que he creído hallarla por lo menos insinuada en una reciente obra de S. Hawking, a la que me referí antes.
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De ahí que, con confianza por los logros y el ascenso del hombre dentro de una creación que Dios nunca ha desdeñado, pero con una mirada que está obligada a otear horizontes hasta donde la precisión científica y la investigación experimental no alcanzan, me atrevo a afirmar que dentro del cristianismo se hace necesaria una visión de la naturaleza toda, particularmente de la humana y, en concreto, del sexo mismo, que no esté tan determinada por las circunstancias estrechas de pensamiento y ambiente dentro de los cuales el cristianismo primero se dio y adquirió las formas con que lo hemos conocido.
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Un comentario bíblico no es el lugar adecuado para desarrollar una temática tan densa, amplia y complicada. Sobre ella son innumerables los trabajos críticos de gran valor. Me voy a contentar con la mención de algunos puntos.
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El sexo es considerado en la Biblia como una estructura básica de la naturaleza y del ser humano, creada y querida por Dios mismo. Por ello puede y debe absolutamente ser considerado bueno. Pienso que no hay escrito de la Biblia que trate en una forma más hermosa el tema del sexo que el libro El Cantar de los Cantares.
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Es una colección de poemas eróticos en la cual se ensalza con palabras maravillosas la realidad del amor entre varón y mujer. El hecho mismo de que ya inicialmente en la tradición del judaísmo como luego totalmente en la tradición cristiana la interpretación de los poemas eróticos del Cantar haya sido simbólica, referida al amor entre Dios y el pueblo, o entre Dios y el alma, muestra la gran dificultad que ha sentido sobre todo el cristianismo de mirar el sexo con ojos, digámoslo, religiosos. El sexo es visto tan prosaicamente que para que su belleza sea comprendida y aceptada hay que referirla al contacto espiritual entre Dios y lo humano.
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En este mismo sentido obró la fe antigua de Israel. Pero el proceder fue mucho más diáfano e inocente. La tradición cristiana transfirió la belleza del sexo, como si no pudiera aceptarla en sí misma, a las realidades espirituales; en cambio Israel precisamente aleccionado por la hermosura y significación del sexo aceptadas como tales, leyó la unión de Dios con el pueblo en la explícita imagen de la unión entre varón y mujer.
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Al parecer fue el profeta Oseas el que inauguró este camino, el cual finalmente no es otra cosa que una lectura desde la fe de Israel en el Dios persona Yhwh de lo que desde ancestrales profundidades de la historia humana ya habían vislumbrado los mitos. Pero el texto bíblico que más me apasiona está tomado del comienzo de la alegoría histórica de la relación entre Yhwh y Jerusalén en Ez 16.
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El aparte más hermoso reza así: “Y en cuanto a tu nacimiento, el día que naciste, no fue cortado tu cordón umbilical, ni fuiste lavada con agua para purificarte, ni bien frotada con agua de sal, ni cuidadosamente envuelta en pañales. No hubo ojos que se apiadaran de ti para hacerte ninguna de esas cosas, compadeciéndose de ti, sino que fuiste arrojada sobre la superficie del campo por desprecio de tu vida, el día que naciste.
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Mas pasé junto a ti y te vi pataleando en tu sangre, y te dije: Vive y crece. Como planta del campo te hice; y creciste y te hiciste grande; alcanzaste belleza perfecta; tus pechos se formaron y tu vello brotó, mas te hallabas desnuda y descubierta. Y pasé junto a ti y te vi, y he aquí que te hallabas en época de amores, y extendí el extremo de mi manto sobre ti y cubrí tu desnudez, y te presté juramento, y me uní contigo en alianza, afirma el Señor Yhwh, y fuiste mía” (Ez 16,4-8). La alianza de Dios con Israel está expresada en un lenguaje definitivamente marcado por el amor, por el eros mismo, que culmina en la unión sexual.
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Ya en época más tardía del judaísmo antes de la aparición histórica de Jesús se descubre sobre todo un movimiento judío que practicó decididamente un insólito ascetismo sexual. Se trata del grupo de los esenios. Sobre él relata detalladamente Flavio Josefo. Se sabe que se habían separado del grueso del judaísmo y también del grupo de los fariseos, que tenían muchas semejanzas con ellos, por razón de la helenización creciente del judaísmo y particularmente del sacerdocio hasmoneo. Su cabecilla, al cual llamaban “Maestro de Justicia”, al parecer fundó el monasterio cuyas ruinas fueron halladas hace unos decenios en Qumrán junto al Mar Muerto.
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Allí vivía en forma monástica el grupo principal de la secta. Guardaban celibato y mantenían una disciplina de estricta pureza ritual. Alrededor del monasterio acampaban los miembros de la secta que eran casados. También tenían seguidores fuera del ámbito del monasterio, en ciudades judías o con influjo judío.
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El ascetismo celibatario y la práctica exacerbación de la pureza ritual parece fundamentarse últimamente en la lectura que el grupo hacía del dualismo persa, que opone luz y tinieblas, carne y espíritu, un Dios del bien y uno del mal. Este dualismo, en el cual ya se había inspirado ampliamente la cultura griega desde Platón, claro está, mitigado esencialmente por la concepción israelita y judía de un solo Dios creador de todo, parece, pues, ser la base del celibato y extrema pureza ritual reinantes en la comunidad, unido como es natural a la aguda expectación escatológica que animaba a la secta.
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En el cristianismo primitivo no hubo una opción por el celibato comparable con la de Qumrán. Pero se aprecian ya indicios de una estimación básica de él. Pablo prefiere con mucho el celibato al matrimonio. Algo semejante hay que decir acerca de las exigencias de una pureza y santidad para los cristianos, que tocaban decididamente la vida sexual. Pienso que también en el cristianismo primitivo estuvo jugando su papel la concepción dualista derivada de la religión iránica y mediada por el influjo de la cultura helenista en el judaísmo apocalíptico.
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Pero ciertamente ésta no fue en ninguna forma directa, sino a través de los grupos apocalípticos del judaísmo contemporáneo (los “hasidim”, los piadosos). También este factor tuvo incidencia fuerte en la forma tan severa como los rabinos fariseos juzgaban el sexo y sobre todo los abusos y perversiones. Pablo es heredero directo de estas concepciones.
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Sin embargo no es posible prescindir de un dato que nos remonta a la base del “problema” que ha constituido la sexualidad en el campo de las religiones, particularmente de la judía, y también del cristianismo. Para comenzar voy a recordar las prescripciones bíblicas acerca de la mencionada pureza sexual ritual, necesaria para los sacerdotes judíos, que luego en la práctica fue extendida por la lectura farisaica (y esenia) de la ley aun a los laicos.
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En Lev 15 están las leyes en las cuales se declara impuro a todo hombre que padezca gonorrea o que haya tenido polución, y se señala hasta qué punto esa impureza es agresiva y se comunica a todos los que tengan contacto directo y hasta indirecto con él. Lo mismo ocurre con la mujer en menstruación o con desfases en la regla.
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Detrás de esto está seguramente la experiencia física de que los flujos sexuales manchan; esto debió contribuir en el campo de la religión a considerar lo sexual ampliamente como tabú y de esa manera, por caminos que en el simbolismo de los mitos son especialmente aleccionadores, a inmiscuir la realidad del mal en él y a vincularlo significativamente, como de hecho lo está en la naturaleza, con la finitud y caducidad del hombre. De ahí la realidad de la culpa o pecado se encuentra a un paso.
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Ya hemos dicho que en el judaísmo variados fenómenos del sexo fueron vinculados con el concepto religioso de santidad. La santidad es la característica más notable de Yhwh, “el Santo de Israel”. Designa la trascendencia misma de la divinidad. Dios, y todo lo referido o dedicado a Él, es santo.
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De ahí que lugares, objetos, vestidos, instrumentos, personas, etc., en cuanto cercanos a la divinidad o partícipes en el culto divino, son santos. Pues bien, variados fenómenos sexuales como los mencionados antes, a los cuales se debe añadir ni más ni menos que la propia unión conyugal de pareja, son juzgados como causas de impureza que impide la realización del culto divino o la participación en él. Antes de ello tiene que pasar un tiempo fijado o cumplirse un ritual de purificación.
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En todo ello la cuestión de impureza y pureza era simplemente automática; la conciencia o la intención de las personas no jugaban papel alguno. Se debe decir, por tanto, que este tipo de prescripciones rituales de pureza e impureza nada tienen que ver con lo que en el cristianismo tradicionalmente se llama moralidad.
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El Apóstol Pablo vincula estrechamente, según el modelo religioso del judaísmo y concretamente del hasidismo farisaico, el sexo con la santidad. Pero no lo hace por motivos simplemente rituales sino decisivamente morales. Por ello la impureza de los fenómenos sexuales aducidos no puede considerarse automática ni la purificación, si según el Apóstol resultara posible, cosa que en las cartas paulinas no aparece en parte alguna, podría obtenerse automáticamente con la sujeción a un rito.
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Algo es fundamental en la consideración paulina de este tema y, en general, sobre los imperativos derivados del evangelio. Como en el antiguo Israel el cumplimiento de la ley divina constituía la respuesta adecuada al favor histórico concedido por Yhwh a su pueblo, en el cristianismo en general y particularmente en el paulino, los imperativos del comportamiento cristiano, también los referidos a las prácticas sexuales, se derivan naturalmente de los indicativos de la salvación.
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En las primeras cartas de Pablo se insiste en la santificación como la manifestación presente de la salvación futura. De esta santificación otorgada por el favor de Dios y recibida en el bautismo por la fe y el don del Espíritu, se sigue la obligación inequívoca de vivir en santidad. El acreditamiento en la vida del don recibido implica en el campo del sexo, concretamente para los inquietos corintios, antiguos paganos de conducta bien ligera, huir de la fornicación.
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Pablo considera la fornicación en cuanto es intercompenetración entre el varón y la prostituta como una violación de la intercompenetración del cristiano con Cristo, en cuanto es miembro de su Cuerpo.
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Pienso que hasta aquí el tema paulino de la sexualidad posee su comprensión básica. Los cuestionamientos actuales en relación con la gran rigidez del Apóstol y del cristianismo oficial en general, provienen, a mi juicio, de las consideraciones científicas tanto desde la biología, que no es otra cosa que la física de la vida, como de la psicología, en conexión sobre todo con la etnología y la investigación de la conducta.
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Con este complejo trasfondo de conocimiento de la realidad, con el cual no podía contar el Apóstol ni ha podido contar el cristianismo del pasado, un conocimiento que sin duda ilumina la realidad humana, varias de las posiciones tradicionales deben ser seguramente matizadas, si es que no variadas. En el caso de la sexualidad se está propiciando un equívoco desajuste entre el pensamiento oficial del magisterio eclesiástico y, por lo menos, la práctica concreta de numerosos confesores y directores espirituales, que en el campo de la conciencia suelen “comprender” a los fieles mucho más ampliamente, por no decir, laxamente, que las normas vigentes.
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Pienso que en el campo general de la moral las ciencias positivas y humanas, dentro de la limitación necesaria de su propio horizonte metodológico, proporcionan ciertamente una luz que no es desdeñable. La tarea de la teología es la de integrar los datos científicos en su horizonte más vasto y trascendental.
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Finalmente, aunque sea sólo de paso, es preciso mencionar en este contexto la influencia del pensamiento y actitud de San Agustín en la forma como el cristianismo católico ha asumido y vivido la realidad de la sexualidad. Por su originaria vinculación religiosa Agustín era gnóstico dualista. A pesar de que se hizo cristiano de corazón y consagró su prodigiosa inteligencia al servicio de la fe, Agustín nunca logró superar las estrecheces de su pasado religioso. De esa manera las tendencias dualistas dentro de las cuales el propio cristianismo se formó, adquirieron en el pensamiento agustiniano una envergadura e incisividad muy grandes y contagiosas.
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Una visión negativa de lo sexual se trasfunde por doquier en las consideraciones de Agustín al respecto. Pareciera que nunca logró arrepentirse totalmente de su pasado voluptuoso. En las invectivas directas o indirectas contra todo lo que dijera sexo o significara placer, Agustín invariablemente se está atacando a sí mismo y proyectando su inconsciente atormentado. La propia vinculación del llamado “pecado original” con la generación humana tiene para Agustín, según mi modo de ver, base en el hecho de que esta generación se realiza por medio de la unión sexual, con el voluptuoso placer que ella implica.
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De ahí que toda la historia del catolicismo hasta casi nuestros días esté marcada por una mirada por lo menos esquiva y suspicaz ante el matrimonio mismo y el derecho que otorga a una pareja de disfrutar de las alegrías de la entrega mutua. Tan solo por la imperiosa necesidad de transmitir la vida es preciso someterse a este oscuro proceder. A nuestros antepasados y aun a nosotros los que ya hemos llegado a cierta edad, nos formaron con la idea de que el sexo, aun dentro del propio matrimonio, es algo sucio y de alguna manera repugnante”.
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En este campo, como en casi todos los demás, la iglesia católica y en general el cristianismo tradicional muestra una incapacidad crónica para leer su mensaje en la nueva imagen del mundo y del hombre que hoy están diseñando las ciencias. Parece convencido de que a la revelación divina pertenecen también estos elementos que ya están en trance de ser sepultados por el avance de la historia y la cultura de la humanidad. Y, entonces, la propia realidad de la fe cristiana y hasta de la fe religiosa del hombre se hunde a pesar de la inmensa necesidad que los seres humanos tenemos de ello. La fe cristiana se esfuma con la complicidad de una iglesia testaruda y miope.
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Pienso que la problemática de fondo suscitada por la Humanae Vitae en cuanto a los métodos para la regulación de la natalidad se basa en la incapacidad ancestral del cristianismo de valorar lo sexual, o, mejor dicho, la opción al parecer irrevocable de adjudicarlo al ámbito de las tinieblas y del mal donde reina Satanás en contra de Dios.
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Pero quizá más notable es ahora la peregrina posición de Su Eminencia Reverendísima el cardenal Alfonso López Trujillo en cuanto al uso de preservativos como medida de emergencia para el control de la pandemia del Sida. La incomprensión básica del cristianismo, basada en la lectura dualista de la naturaleza y de la historia humana, está ciertamente en el fondo de esta posición que, en las actuales circunstancias, dada la condición doliente del hombre, raya en la irresponsabilidad.
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Como Su Eminencia nunca da puntada sin dedal, seguramente debe saber que si el uso del preservativo equivale al trágico juego de la ruleta rusa, a alguno por allí seguramente debió tocarle la bala.
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